jueves, 11 de septiembre de 2014

Los monstruos de los pobres


Conocí la obra de Ivar Da Coll, mucho antes de conocerle a él en persona. Creo que fue a finales de los años noventa, cuando yo dirigía la colección Sopa de Libros, de la editorial Anaya, para la que le pedí una obra. Durante unos cuantos meses, trabajamos en la edición de un cuento en verso, ilustrado por él, titulado Pies para la princesa, que se publicó en 2002.
Era una de mis primeras experiencias de colaboración con un creador, al que no le ponía rostro ni voz, ni sabía cómo se relacionaba con su obra, ni con el editor.
La experiencia fue realmente placentera. De no haber sido así, no habríamos vuelto a colaborar, ni mucho menos habríamos iniciado, años después, un trabajo conjunto: un texto mío por él ilustrado titulado Lo que más me gusta, publicado por nuestra común amiga María Osorio, en su pequeña maravillosa editorial Babel Libros.
Este álbum se publicó justo durante un viaje mío a Bogotá, en 2010, y pudimos presentarlo juntos ante sus originales, que se expusieron en la librería donde fue el bautizo laico del libro.



Ya entonces, la obra de Ivar había evolucionado mucho, y él se encontraba trabajando en el excepcional Tengo miedo, publicado en Babel Libros en 2012, para mí, su mejor libro, y una la obras más importantes de la ilustración española y latinoamericana de este siglo.
Pero vayamos atrás unos años, antes de llegar a este libro.
Es a medidos de los años ochenta, cuando Ivar crea el personaje que, quizá, más popularidad la haya dado entre los lectores colombianos, y por extensión de América Latina: Chigüiro, cuya primera entrega, Chigüiro chistoso, vio la luz en 1986, en la editorial Norma, de Bogotá.


España aún vivía de espaldas a un continente al que consideraba menor de edad en términos de literatura infantil. Aún parece estarlo, pues que Tengo miedo, sea invisible para los lectores españoles es una carencia importante de nuestro mercado.
El chigüiro es un roedor autóctono de Sudamérica y el de mayor tamaño del mundo, puede llegar a medir ciento veinte centímetros de largo y a pesar sesenta quilos. El chigüiro de Ivar bien podríamos decir que es un peluche de ese animal, que se ha puesto de pié y se ha humanizado, aunque todavía, en su nacimiento y en sus primeros pasos, como los bebés humanos, aún no habla. 
Los libros de este personaje fueron libros de imágenes, mudos, hasta el año 1992, en el Chigüiro comenzó a hablar, en el libro Chigüiro se va...
Seis libros compusieron esta primera serie de un personaje, amable y creativo, que siempre aparece en situaciones con las que los aprendices de lector bien pueden identificarse, pues las peripecias remiten a esa mirada infantil.
Un año antes, en 1991, la editorial Ekaré, de Venezuela, publica el primer volumen en el que aparece un nuevo personaje de nombre muy eufónico, Hamamelis, y que, lamentablemente, no tendrá continuación nada más que en otro libro. Me estoy refiriendo a Hamamelis y el secreto y Hamamelis, Miosotis y y el señor Sorpresa, este segundo publicado en 1996.


Obras de una mayor complejidad temática y estética, y que, a mi juicio, representan, junto a Yo no fui (1998), referencias en la evolución gráfica, y no sólo, de nuestro ilustrador.
La poética de todos estos libros nos remite a las obras de creadores de la importancia de Janoch, Arnold Lobel o Helme Heine.
Chigüiro bien podría visitar un día a Sapo y Sepo; seguro que le invitarían a tomar un té y a conversar sobre sus respectivas ensoñaciones; y, por supuesto, si el Tigrecito y el Osito se lo encontraran en su viaje a Panamá, no dudarían no sólo en preguntarle cómo se va hasta ese lugar, sino que lo invitarían a acompañarlos.


¿No son, acaso, Hamamelis y Miosotis, de alguna manera, unos alter ego de esta entrañable pareja, de Janosch?


Si Juan, el cocodrilo; José, el oso hormiguero y Simón, el acure, de Yo no fui, se hubieran encontrado con Juan Ratón, Paco Gallo y Lunas Gorrino, Los tres amigos, habitantes de la granja La Cochambrosa, de Helme Heine, seguro que habrían podido dar lugar a una nueva serie de aventuras, ahora, entre los seis, que tanto podía haber suscrito el ilustrador alemán como Ivar.


Sí, a mi juicio, la atmósfera que late, entre todos estos personajes, de confianza —justo la actitud contraria que los humanos actuales mostramos hacia la otredad—, de ternura, de imaginación, de espontaneidad y de curiosidad hacia la vida, es común a todos estos personajes, y, quisiera creer, también a sus hacedores. Al menos, me consta, es la del ilustrador que nos ocupa.
Tengo miedo fue publicado, inicialmente, en Carlos Valencia, Bogotá, 1990, y posteriormente, en 2006, en Babel Libros. En él, encontramos al gato Eusebio, que tiene miedo a toda clase de monstruos que pueda existir, pero que, gracias al buen hacer de su amigo —otra vez, la ternura y la solidaridad entre pares— el pato Ananías, encuentra consuelo.
Pero aquí, quiero referirme ahora a la edición de Babel, de 2012, que ya por sí sola merecería un comentario en profundidad, por la inteligencia y belleza de su edición, deduzco que, también, mérito de María Osorio.



Es inevitable que, contemplando esta excepcional obra, nos venga a la memoria Dónde viven los monstruos, de Maurice Sandak, pero antes y sobre todo es Una pesadilla en mi armario, de Marcer Mayer, inicialmente publicada en español, en formato de bolsillo, en la, lamentablemente, desaparecida Altea Benjamín, pero recuperada hace años en formato álbum por Kalandraka, la obra más cercana a éste Tengo miedo.
Desconozco si Ivar tenía en la cabeza, a la hora de hacer la ilustración que se corresponde con el fragmento de texto: Eusebio no puede dormir: Tiene miedo, la imagen con la que arranca el libro de Mayer, con el texto: Había una pesadilla en mi armario.
Aunque no fuese así, el homenaje, es este caso inconsciente, parece evidente.
Pero hay una sutil diferencia, a mi juicio, fundamental: los monstruos de Eusebio son unos monstruos pobres, frente a los del niño de la obra de Mayer, que son ricos. Como lo son, respectivamente, las habitaciones de ambos protagonistas. La de nuestro gato tiene, por ejemplo, una pequeña cocina de gas con su correspondiente bombona, junto a un modesto recipiente con cubiertos y una mínima pila de platos; una vela en la boca de una botella sobre la mesita de noche, tan rústica como el resto del mobiliario. Eso sí, hay 
varios libros en la repisa y uno en la balda inferior de la mesilla.
Frente a este escenario, tan pobre como digno y limpio, la habitación de Una pesadilla en mi armario es la de un niño rico: la cómoda, la lámpara de pie encendida, los juguetes esparcidos por el dormitorio, con la escopeta y al cañón sobre la cama, como armas defensivas son prueba de ello, y un casco en el suelo, que bien podría ser el de un general norteamericano, aunque éstos sólo tienen tres estrellas. La puerta está abierta y no da a la calle, como la de Eusebio, y la cortina, frente a aquella, que no es tal, y vuela hacia fuera, aquí es empujada hacia dentro de la habitación y deja ver una luna en cuarto creciente, frente a la de Ivar —quizá el único elemento que “es más”— que está llena.


Sí, los monstruos de Ivar Da Coll  escenifican sus miedos ante personajes, a los que no estamos acostumbramos, en el primer mundo, contemplar. Y, también, en otros escenarios, y con otros objetos cotidianos bien distintos. 
Una vindicación, a mi juicio, de la dignidad de la pobreza, algo que, ahora, en el occidente rico, avergüenza; por ello, los pobres visten a sus hijos con falsas marcas caras, y así aparentar que no lo son.
Pero aquí, en el universo de Ivar, sí caben nos versos, en este mismo sentido, de ese gran poeta que nuestro ilustrador ha iluminado, Quevedo:
¿Quién con la humildad levanta
a los cielos la cabeza?
La pobreza
(mientras escribo estas líneas , me entero que ha muerto uno de los dueños de España, el Sr. Botín)
Más allá de esto, Tengo miedo es un libro de una rara belleza plástica que trasciende el impecable e inteligente discurso gráfico. El texto cuidado, escueto, de cualidades literarias, algo muy poco frecuente en las álbumes ilustrados. Todo el álbum, desde la cubierta, hasta la guarda posterior ofrece un “objeto” editorial que, casi podría decirse, es algo más que sólo un libro. La diagramación, la presentación de los textos a dos tintas, la relación entre el texto y las ilustraciones —excelente ejemplo de una obra que responde a un solo proceso creador—, los escenarios, la construcción de los personajes, las impecables composiciones en las que se integran todos los elementos —texto, escenario y personajes— que las conforman, el dominio del dibujo, la factura del color y sus gradaciones...
Estamos ante un objeto editorial, un álbum ilustrado, que ofrece la excelencia.
Por si te consuela, Ivar, va a ti dedicada esta anécdota que cuenta Eduardo Galeano, sobre cuando, en su juventud, visitaba, junto a otros fervientes admiradores, a un Juan Carlos Onetti, ya postrado en la cama. Un día, se rezagó del grupo que ya marchaba para mostrarle sus poemas a solas, al maestro. Tras una breve lectura, Onetti le respondió: Mirá, pibe, si Beethoven hubiera nacido en Las Antillas, no habría pasado de ser el director de la orquesta de su pueblo.
Tú has llegado bastante más allá, y yo que me alegro.


Antonio Ventura