sábado, 5 de octubre de 2013

La inefable experiencia de hacer la compra un viernes por la tarde


Vivo en la zona acomodada de un barrio de la ciudad de Madrid, en la que, para que ustedes se hagan una idea, el mercado —lo que antes se llamaba la plaza—, propiamente no existe, se llama galería comercial. Las viviendas se agrupan en condominios de tres torres de pisos, con piscina, zonas infantiles, garaje y seguridad veinticuatro horas. La clientela mayoritaria, pues, son familias acomodadas, de profesiones liberales en su mayoría; también obreros cualificados vinculados a la industria de la maquinaria pesada y las instalaciones industriales. Materialmente no existen familias monoparentales, ni emigrantes, sea cual sea su procedencia, ni las personas que vivan solas como yo. Hay niños, adolescentes y jóvenes de todas las edades, muchos; a todos ellos se les ve bien alimentados, vestidos de marca, como sus padres, alumnos, mayoritariamente, de colegios y universidades privadas. De esos que ahora, igual que algunas sociedades médicas, se anuncian en la televisión y en la prensa, mientras la sanidad y la escuela pública son expoliadas por este gobierno corrupto que reparte los beneficios entre sus amigos y derrama las pérdidas entre los pobres.
Podría pensarse, en consecuencia, que un escenario así, con tales actores, ofrecería un nivel cultural análogo al económico.
Pues no, nada que ver: los niños pequeños aún te saludan en el ascensor y hasta algunos te preguntan cómo te llamas, bajo la mirada molesta de su madre que se ha fijado que llevas El País bajo el brazo y ya te ha diagnosticado del PSOE —si supieran que me inspiran la misma náusea González que Gómez— o, peor aún, de IU. La prensa que a ellos, a los hombres, les acompaña es La Razón o el ABC. He observado últimamente que los usuarios de El Mundo también son mirados con recelo, a no ser que abiertamente se manifiesten en contra de Esperanza Aguirre. Los adolescentes, ni te miran ni te saludan y tienes suerte de que, si van varios, alguno no erupte para dejar constancia de su nivel de ignorancia y desafío hacia los mayores. Es cierto que los años de docencia me vacunaron contra esta ralea que mantiene vivo aquello que decía Don Antonio de: “España vacilante, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora”. En este caso, los andrajos no lo son del todo, hay que ser muy, muy rico para vestirse de pobre, y a los padres de estos solo les da para Nike o Ralph Lauren. Los ya jóvenes se reparten entre los que se mimetizaron con la familia y mantienen la indumentaria de sus hermanos pequeños, eso sí, con un cierto más de aliño, y los que abiertamente se están revelando, y te utilizan como pretexto para decirles a sus progenitores lo que no se atreven a decirles a solas. Pero, de todas las ceremonias a las que asisto, más perplejo que ofendido, la verdaderamente hilarante es la de hacer la compra, en la galería comercial, por supuesto, un viernes por la tarde. Un viernes de esos en los que las familias no se han ido a la parcela. Compra que en su mayoría realizan los hombre, abandonado ya el traje de ejecutivo guerrero, aparcado el Audi o el BMW en el garaje y disfrazado al afecto en esta época del año, aún benigna en temperaturas: oolo Lacoste, mayoritariamente colores de paseo marítimo; bermudas o bahamas —creo que las que sobrepasan la rodilla se llaman así— de material casi impermeable y deportivas, preferiblemente Nike, sobre unos calcetines minúsculos que apenas asoman y que a mí me recuerdan a una prenda que mi madre se ponía en los pies cuando no usaba medias y que se llamaba pinqui, objeto que no forma parte, lo reconozco, de mi galería de fetiches, todo lo contrario, quizá de ahí mi aversión a tal calcetín.
Bien, pues nuestro guerrero disfrazado de outlet juvenil, se pasea con mirada de experto ante la frutería o la carnicería, ordena con desdén, mira furtivamente a las pocas mujeres que en esos instantes frecuentan el establecimiento —téngase en cuenta que muy probablemente sean vecinas— y bromea con el tendero, haciendo algún comentario en el que su mujer siempre sale ridiculizada por la ausencia de algún producto, a ojos de él, inoportuno. Cuenta con la complicidad rendida del tendero.
Vuelvo a mi casa, no sé si apesadumbrado o triste: el charcutero no me preguntó ni por el último, para mí, obsceno e inmoral fichaje del Real Madrid, probablemente porque a él no se lo parece, ni del bochornoso espectáculo olímpico, quizá porque por mi acento concluyó que no soy español, y que él seguro disculpa, al menos ante los clientes.
Entro en el portal y un grupo de adolescentes, todas chicas, que aún no se ha percatado de mi presencia, rodean a una de mis vecinas, y, con voz nerviosa, una de ellas pregunta: “¿Y cuándo te operas?”. “La semana que viene” responde sonriente la por todas admirada. “Y te las vas a poner como las de la Yoly…”, no termina de ser una afirmación, pero tampoco es una pregunta. “No”, responde con rotundidad parlamentaria la protagonista del corrillo: “ son modelo gota o lágrima”.
En ese instante se dan cuenta de mi presencia. Una sonrisa entre histérica y avergonzada surge de todas ellas que se esconden unas entre las otras. Pensé decir “buenas tardes”, pero pensé que mejor lo dejaría para otro viernes.

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