miércoles, 23 de octubre de 2013

La piel del color

Visito con mi amigo Antonio Ventura el estudio de otro amigo, el pintor brasileño Sergio Lucena. A los pocos días, me envía este texto para que se lo haga llegar. Al tiempo, me permito publicarlo aquí junto a dos de las obras que lo inspiraron.


Un azul que se convierte en violeta.
Un rojo que se trasforma en naranja.
Un amarillo que deviene en verde.
Los colores conversan en un diálogo que contiene el silencio.
Una música de acordes sucesivos, pautados, armónicos se escenifica en un ámbito que produce una atmósfera que envuelve al visitante.
Aquí, no hay formas, no existen estructuras a las que asirse.
La mirada, necesariamente, ha de deslizarse por los colores que esperan y acogen la mirada del observador.
La musica que producen llega de manera nítida al espectador. Éste, sólo debe permancer atento a las vibraciones de tono, de intensidad, de saturación.
No hay contrastes. Al contrario que en el jazz, las notas sincopadas están ausentes, pero la melodía discurse de forma armónica ante la mirada del viajero.






























Uno tras otro, los escenarios de color se suceden. Rectángulos y cuadrados, como ventanas a un mundo sutil y silencioso —La música callada, la soledad sonora…, que diría Juan de la Cruz— se abren a los ojos sorprendidos del usuario.
Esos escenarios de color invitan al silencio, el mismo que preside la quietud serena del estudio del artista.
Cuando uno se aleja de esas ventanas de color, la composición vibra, como un mínimo acorde, hasta volverse a definir en nuevos tonos, en nuevos matices. Por ello, no se trata de una pintura de contemplación inmediata, requiere de la misma paciencia que el artista empleó en su elaboración.





























Cuando uno se acerca, despacio, a un cuadro, descubre que esos horizontes cromáticos sin fin, en los que la vista se adentra, no responden a trazos horizontales, como parecería lo pertinente, no. El pintor, en sucesivas capas de color, cada vez más livianas hasta las últimas, casi transparentes, ha desarrollado una técnica en la que, en sentido vertical, ha ido peinando con brochas de gran formato, casi como si de una caricia se tratase, el pigmento hasta convetirlo en piel. Una piel, la del color, que el visitante necesita tocar. Acariciar con los dedos esa piel del color, y descubrir que, en esa esperiencia estética, que siempre es la contemplación de una obra pictórica, el sentido del tacto es aquí necesario, y la completa.

Antonio Ventura

sábado, 5 de octubre de 2013

La inefable experiencia de hacer la compra un viernes por la tarde


Vivo en la zona acomodada de un barrio de la ciudad de Madrid, en la que, para que ustedes se hagan una idea, el mercado —lo que antes se llamaba la plaza—, propiamente no existe, se llama galería comercial. Las viviendas se agrupan en condominios de tres torres de pisos, con piscina, zonas infantiles, garaje y seguridad veinticuatro horas. La clientela mayoritaria, pues, son familias acomodadas, de profesiones liberales en su mayoría; también obreros cualificados vinculados a la industria de la maquinaria pesada y las instalaciones industriales. Materialmente no existen familias monoparentales, ni emigrantes, sea cual sea su procedencia, ni las personas que vivan solas como yo. Hay niños, adolescentes y jóvenes de todas las edades, muchos; a todos ellos se les ve bien alimentados, vestidos de marca, como sus padres, alumnos, mayoritariamente, de colegios y universidades privadas. De esos que ahora, igual que algunas sociedades médicas, se anuncian en la televisión y en la prensa, mientras la sanidad y la escuela pública son expoliadas por este gobierno corrupto que reparte los beneficios entre sus amigos y derrama las pérdidas entre los pobres.
Podría pensarse, en consecuencia, que un escenario así, con tales actores, ofrecería un nivel cultural análogo al económico.
Pues no, nada que ver: los niños pequeños aún te saludan en el ascensor y hasta algunos te preguntan cómo te llamas, bajo la mirada molesta de su madre que se ha fijado que llevas El País bajo el brazo y ya te ha diagnosticado del PSOE —si supieran que me inspiran la misma náusea González que Gómez— o, peor aún, de IU. La prensa que a ellos, a los hombres, les acompaña es La Razón o el ABC. He observado últimamente que los usuarios de El Mundo también son mirados con recelo, a no ser que abiertamente se manifiesten en contra de Esperanza Aguirre. Los adolescentes, ni te miran ni te saludan y tienes suerte de que, si van varios, alguno no erupte para dejar constancia de su nivel de ignorancia y desafío hacia los mayores. Es cierto que los años de docencia me vacunaron contra esta ralea que mantiene vivo aquello que decía Don Antonio de: “España vacilante, ayer dominadora, envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora”. En este caso, los andrajos no lo son del todo, hay que ser muy, muy rico para vestirse de pobre, y a los padres de estos solo les da para Nike o Ralph Lauren. Los ya jóvenes se reparten entre los que se mimetizaron con la familia y mantienen la indumentaria de sus hermanos pequeños, eso sí, con un cierto más de aliño, y los que abiertamente se están revelando, y te utilizan como pretexto para decirles a sus progenitores lo que no se atreven a decirles a solas. Pero, de todas las ceremonias a las que asisto, más perplejo que ofendido, la verdaderamente hilarante es la de hacer la compra, en la galería comercial, por supuesto, un viernes por la tarde. Un viernes de esos en los que las familias no se han ido a la parcela. Compra que en su mayoría realizan los hombre, abandonado ya el traje de ejecutivo guerrero, aparcado el Audi o el BMW en el garaje y disfrazado al afecto en esta época del año, aún benigna en temperaturas: oolo Lacoste, mayoritariamente colores de paseo marítimo; bermudas o bahamas —creo que las que sobrepasan la rodilla se llaman así— de material casi impermeable y deportivas, preferiblemente Nike, sobre unos calcetines minúsculos que apenas asoman y que a mí me recuerdan a una prenda que mi madre se ponía en los pies cuando no usaba medias y que se llamaba pinqui, objeto que no forma parte, lo reconozco, de mi galería de fetiches, todo lo contrario, quizá de ahí mi aversión a tal calcetín.
Bien, pues nuestro guerrero disfrazado de outlet juvenil, se pasea con mirada de experto ante la frutería o la carnicería, ordena con desdén, mira furtivamente a las pocas mujeres que en esos instantes frecuentan el establecimiento —téngase en cuenta que muy probablemente sean vecinas— y bromea con el tendero, haciendo algún comentario en el que su mujer siempre sale ridiculizada por la ausencia de algún producto, a ojos de él, inoportuno. Cuenta con la complicidad rendida del tendero.
Vuelvo a mi casa, no sé si apesadumbrado o triste: el charcutero no me preguntó ni por el último, para mí, obsceno e inmoral fichaje del Real Madrid, probablemente porque a él no se lo parece, ni del bochornoso espectáculo olímpico, quizá porque por mi acento concluyó que no soy español, y que él seguro disculpa, al menos ante los clientes.
Entro en el portal y un grupo de adolescentes, todas chicas, que aún no se ha percatado de mi presencia, rodean a una de mis vecinas, y, con voz nerviosa, una de ellas pregunta: “¿Y cuándo te operas?”. “La semana que viene” responde sonriente la por todas admirada. “Y te las vas a poner como las de la Yoly…”, no termina de ser una afirmación, pero tampoco es una pregunta. “No”, responde con rotundidad parlamentaria la protagonista del corrillo: “ son modelo gota o lágrima”.
En ese instante se dan cuenta de mi presencia. Una sonrisa entre histérica y avergonzada surge de todas ellas que se esconden unas entre las otras. Pensé decir “buenas tardes”, pero pensé que mejor lo dejaría para otro viernes.

martes, 1 de octubre de 2013

La feria abandonada, de Pablo auladell


La feria abandonada
Textos de Pablo Auladell, Rafa Burgos y Julián López Medina.
Ilustraciones de Pablo Auladell
BARBARA FIORE EDITORA


Comparto con Rilke la idea de que "la verdadera patria del hombre es la infancia”, de la que el paso inexorable del tiempo nos exilia, y nos pasamos la vida tratando de volver a ella y que, según Bataille, sería la literatura la recuperación de la misma.Los textos de Pablo Auladell, Rafa Burgos y Julián López Medina, que aparecen en La feria abandonada, álbum ilustrado por el primero de ellos y recientemente publicado por Barbara Fiore Editora, serían un ejemplo evidente. Y en este caso, se trataría de una recuperación, a la vista de sus imágenes literarias, cargadas de melancolía —quizá sea éste un sentimiento demasiado dulce para adjetivar sus relatos— o, aún más, de añoranza. Pues la primera de las instancias sería, en definitiva, la añoranza de lo que nunca fue, y en este caso, tenemos severos indicios de que lo que se cuenta, fue, aunque no fuera de idéntico modo al que se describe.

Por otro lado, el usuario de esta forma hibrida de relatos breves, en su presente edición, no tiene acceso a ellos sin la presencia abrumadora de las impresionantes y bellísmas imágenes que los acompañan que, si cabe, acentúan más esta sensación.
Pero vayamos por partes.
La feria abandonada, desde mi punto de vista, es un libro excepcional, de esos que sólo muy de vez en cuando aparecen en el saturado mercado editorial de ese género, cada vez más explorado, del álbum ilustrado.Ya, su inquietante cubierta, de una impecabe composición tipográfica y con una ilustración de una belleza clásica, nos dice que no estamos ante un libro más. Después, las guardas son una lección minimalista de una estética austera y premeditadamente envejecida. El corpus de la obra alterna los textos de los tres escritores, siempre en página par, enfrentados a las sobrias y enigmáticas ilustraciones de Auladell que en tres ocasiones, cada ocho páginas, desplazan al texto y ocupan toda la superficie del libro.
Es, a mi jucio, especialmente en la adjetivación y en las imágenes poéticas, sobre todo las de Pablo y Rafa, donde se encuentra el logro de la ambientación de esas hilachas de recuerdos, que dialogan con unas ilustraciones de análogas características.Es evidente que, a pesar de tratarse de un libro con un texto literario de una importante densidad en las palabras, las ilustraciones son el elemento fundamental de la obra. Unas ilustraciones de una belleza serena, pero inquietante; austera pero rica en matices; sencilla y por ello nada simple.
Auladell, ya en su libro, creo, anterior, Alas y olas, sobre texto de Pablo Albo, parecía que iba a ingresar definitivamente en un clasicismo incontestable, pero, no sé porqué rara habilidad, se mantiene en un cierto arcaismo, noble y, me atrevería a decir, premeditadamente imperfecto, algo meritorio y difícil de conseguir.
Dice Gustavo Martín Garzo que "la pobreza es la hermana pobre de la tristeza". Así es, desde mi punto de vista, y aquí, los personajes hacen una vindicación de la dignidad de la misma, algo, a mi juicio, moralmente valioso en estos tiempos en los que los ricos se visten fróvilamente con apariencia de pobres, y los pobres tratan de enmascarar su condición por vergüenza de ella.Los personajes de La feria abandonada "posan", sin mirar a ningún lado, en un ensimismamiento que les distancia del observador. Casi tememos, al comtemplarlos, que vayamos a perturbar sus recuerdos, sus ensoñaciones.


No vamos a nombrar las evidentes referencias plásticas que contienen estas delicadas y rotundas imágenes, quizá sólo añadir, por proximidad a ellas,  que, en esta galería de frágiles personajes no estaría fuera de lugar ese cuadro al que se refiere Alberti, cuando dice: “Y la tristeza más tristeza,/ una mujer que plancha/ doblada la cabeza, azulada”.
Y un mínimo y prudente comentario sobre las ilustraciones: no entiendo 
esa excesiva inconsistencia de las pequeñas alas en algunos personajes. Si existen, ¿porqué parecen no querer estar presentes?
Gracias al editor por anotar al final de la obra las características tipográficas y los tipos de papeles empleados. Una pena que el libro no esté impreso en España.
Antonio Ventura



sábado, 21 de septiembre de 2013

CON QUE FUERA SOLO EL CASTELLANO…


Pertenezco a una generación en la que el segundo idioma que no se aprendía en la escuela pública era el francés. El primero era el español. Al salir del colegio, tratábamos de solventar estas carencias: la segunda, aunque solo fuera para entender El último tango en París cuando viajábamos a Perpignan; y la primera, con intención de comprendernos a nosotros mismos y al mundo.  
Pasaron aquellos tiempos, y con ellos los bachilleratos, y llegó la EGB y la ESO, y las competencias idiomáticas no mejoraron, aunque esta circunstancia nada añade a lo que quiero comentar, pues Ana Botella cursó sus estudios de primaria y secundaria en el colegio religioso de las Madres Irlandesas, y, digo yo que, aún siendo de mi generación, seguro que en tal colegio, ya por entonces se aprendería también inglés. ¿O tampoco?
Desde nuestra bochornosa presentación de la candidatura de Madrid 2020, he leído muchos comentarios y he visto muchos reportajes sobre tal suceso, la mayoría de ellos en un registro humorístico y, quizá, a estas alturas, ya esté todo dicho, pero como señalaba Andrè Gide: Todo está dicho, pero como nadie escucha, hay que volver a repetirlo.
Mi actitud hacia un Madrid olímpico se movía en el territorio del amor/odio. Por un lado, deseaba la concesión de los Juegos —según algunos medios nacionales, prácticamente lograda los días previos a la ceremonia—, especialmente por lo que podía suponer de mantenimiento de puestos de trabajo en empresas que ya habían amenazado a sus trabajadores con esta eventualidad, algunas de ellas públicas.
Por otro, me indignaba que las tres administraciones —estatal, autonómica y municipal— y la institución —la Corona— implicadas en la organización de las Olimpiadas, no fueran ninguna de ellas merecedoras de dicha designación. Las tres primeras por sus implicaciones, por todos conocidas, en temas de corrupción, y por las mentiras sucesivas y manifiestas con las que han pretendido y pretenden no solo engañarnos, sino considerarnos tontos. Y la Corona, pues, aunque el dinero que el ciudadano Borbón ha prestado a su hija para la compra de su casa haya sido ganado de forma legal —una cosa es la legalidad y otra la ética—, desde mi punto de vista, es completamente inmoral y obsceno que alguien viva en una casa que vale lo que cuesta el Palacio de Pedralbes.
Considero que nadie que tenga más de un millón de euros hoy en día, ya no digo que habite una casa que lo valga, es una persona honrada.
Salvo contadas excepciones: el premio en un juego de azar, ser un deportista de élite, un artista mundialmente famoso…, si alguien dispone de cantidades similares, o las ha conseguido explotando a otras personas, o las ha heredado de otro que antes las explotó.
La postmodernidad, el capitalismo y sus correspondientes usos y costumbres nos ha hecho ver como normal y honesto algo que no lo es.
Esto a veces se evidencia cuando, por ejemplo, un incendio o un terremoto pone de manifiesto las condiciones laborales esclavistas de miles de ciudadanos explotados por multinacionales de la ropa, sea esta deportiva o no, de la decoración o de diversas tecnologías. Pero no pasa nada. Dos días después, otro suceso, igual de inmoral, hace que olvidemos el anterior.
Así, no es de extrañar que, a día de hoy, solo recordemos, no sin indignación, las parodias de la alcaldesa de Madrid, la mejor de todas ellas, ella misma. Alguien dijo que tenemos los políticos que nos merecemos. Yo me rebelo ante ello. Quizá, de ahí estas palabras. Y no es ya un problema de ideología —los simpatizantes del PP pensaran que voto al PSOE—, pues es imposible discrepar de estos políticos —los que ocupan el poder y los de la oposición—  cuyas palabras son un insulto a la inteligencia. Ya no les pedimos que hablen inglés, ni siquiera francés, con que hablaran solo un español correcto y sincero nos conformaríamos.